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Dieciséis desde los treinta. Cuento

 


                                         Dieciséis desde los treinta

Cuento

Luis E. Marval Hidalgo


Pasó frente al espejo y se detuvo. Se vio allí, reflejado, sintiéndose abrumado por lucir como una morisqueta de su anterior recuerdo, cuando no se le notaban las patas de gallo, ni la piel macilenta, ni el pocotón de arrugas, ni el color cartón viejo en su rostro, ni las canas que ahora ocultaban su recordada cabellera negra, ni los largos surcos pronunciados que enmarcaban ahora sus labios. Parecía como si los tensores que le sujetaban las carnes de la cara y el cuello estuviesen vencidos... dudó acerca de si esa imagen era en realidad él. «¿Seré yo? pensó ¡cielo santo!, ¿en qué momento entró esa catajarra de años en mi cara, en mi mirada, en mi vida? y buscando respuestas concluyó: Debe ser un problema de esta luz amarilla».

Pronto se dio cuenta que el cuello de la camisa le quedaba enormemente grande, pero esto no podía ser ya que no era una camisa nueva. «¡Pero si siempre he sido talla 16 de cuello desde que cumplí los treinta años!… ¿será que la camisa se estiró tras la última lavada?, ¿será acaso que ya no hacen las camisas o sus cuellos como antes?… ¡Condenados chinos!» pensó.

«Tiene que ser eso. Con el cuento de la economía global y la reducción de costos, los chinos tuvieron la oportunidad de continuar con su maldito comunismo a expensas de las transnacionales occidentales, quienes embelesadas por las ganancias que obtenían con la mano de obra barata en ese país se hacían de la vista gorda del régimen opresor que tanto estigmatizaban en cuanto foro internacional organizado por las innumerables oenegés pro derechos humanos se les ocurría, sin importarles en realidad que con su inyección de dinero, con ese traslado de capital y la generación de empleos mal pagados por supuesto oxigenaban las posibilidades de permanencia de unos cínicos políticos y una clase oportunista erigidos en partido, gobierno y estado, mientras que en la cara oculta (ni tan oculta) se enriquecían y vivían cuales magnates capitalistas.

«Ningún político se escandalizaba por el hecho de que China, siendo la referencia comunista mundial, tuviese unos cuantos nombres en la lista de los hombres más acaudalados del mundo que publicaba anualmente la revista Forbes. A nadie le importaba la contradicción enorme del hecho de la existencia de tanta cantidad de dinero en manos de una sola persona, precisamente de nacionalidad china, en un país donde tener una bicicleta desvencijada, pocos dientes y poco más de un puñado de arroz diario era para muchos un lujo, y donde el hambre revoloteaba hasta en los sueños de las familias menos afortunadas… y ni hablar de India donde la cosa pintaba más o menos igual, pero India era otro caso: allí no había comunismo.

«¡Ah!, pero había que verlos en las principales ciudades del mundo en nuestro país también para saber cómo era ser comunista en realidad. No hacía falta ser un portentoso observador para darse cuenta cómo llegaban a los restaurantes en carros de alta gama, con mujeres luciendo sus joyas bien a la vista de todos, cómo circulaban por los lujosos centros comerciales portando tantas bolsas de las tiendas más exclusivas que no les cabían en el antebrazo. Había que verles la ropa —no precisamente Made in China y era imposible ignorarlos porque olían a lujo desvergonzado. Gastaban en una hora lo que mi esposa y yo, juntos, ganábamos en dos o más años de sueldo.

«Condenado cuello de camisa, ¿por qué está tan grande? Tiene que ser chino, sólo ellos pueden hacer algo de tan mala calidad. A ver... sí… es talla 16... Tiene que ser un defecto… ¡Condenados chinos!».

Se miró en el espejo mientras seguía cavilando y, para su horror, descubrió otra anomalía en su imagen reflejada.

¿Y por qué luce tan marchito mi cuello? dijo mientras se miraba al espejo.

«Claro las multinacionales al no importarles sino abaratar costos de manufactura y aumentar sus ganancias (bajo el cuento de maximizar la rentabilidad) en realidad escondían lo que era una verdad hasta para los más deslustrados: que la avaricia de los empresarios era ilimitada, para mantener el estatus de accionistas, directores y de la mal llamada alta gerencia, con fabulosos sueldos y bonos especiales. Había una relación directa: cuanto más altos en el cargo, mayores eran su avaricia y vilezas; estaba convencido.

«Así, sin darnos cuenta pasamos a tener carros chinos, computadoras chinas, juguetes chinos, equipos de sonido chinos, teléfonos y hasta camisas chinas, pero todo de calidad infame, ofensiva quizás también por eso los japoneses los odiaron tanto en el pasado—, indecente (se podría decir), de la misma magnitud de la indecencia de los accionistas de esas empresas transnacionales y miembros del directorio, que usaban a esos pobres diablos chinos con hambre atrasada como autómatas de producción de lo que quisiesen, y donde la calidad no era prioritaria.  Allí empezó todo, nos inundamos de textiles chinos, taiwaneses y del sudeste asiático. Ya no era posible comprar una buena camisa americana o europea, como las que usaba mi difunto padre, o como las que usé cuando estudiaba bachillerato, (y cómo olvidar la que me puse cuando me gradué de bachiller: ¡eso sí era una camisa de calidad!), aunque los precios de esas buenas camisas lucían como una obscenidad frente a los ridículos precios de las camisas chinas y de cualquier cosa Made in China.  Así nos empezaron a joder la ropa que usábamos».  

¿Te fijaste esposo?, por lo que me piden por un celular Motorola puedo comprar tres celulares chinos ZTE, con pantalla táctil, video, televisión, conexión a internet, doble cámara, etc… y estas blusas esposo, ¡qué maravilla!, ni te cuento,  me costaron tan solo diez mil bolívares cada una, ¿cómo iba a dejar de comprarlas!… ¡me compré seis blusas de una sola vez! —le dijo oronda su esposa orgullosa y feliz por la compra que acababa de realizar en una tienda de ropa de segunda llamada Quinta Leonor.

«Pero al cabo de un mes al teléfono chino se le habían borrado todas las letras y hasta los recuerdos de la memoria interna. Los vivos colores de las blusas ahora andaban rumbo al mar Caribe después de haber sido arrancados en la primera lavada.  ¡Y qué raro, Ricardo!, eso que las puse en el ciclo delicado del lavarropa y con un detergente especial que anuncia la locutora esa tan fina en la tele”.  

«Hasta torcido luce este cuello, ¿o acaso será el espejo?… a ver, faltaba que el espejo fuese chino también… no me extrañaría».

Tomó el espejo de pared, lo volteó y buscó inútilmente algún indicio del sitio de manufactura.

«No lo dice… pero seguro que es chino, puesto que mi cuello no puede haberse encogido, ni puede estar tan arrugado... aunque ahora que veo, luce algo arrugado... pero no, tiene que ser por este condenado espejo chino que distorsiona.  Veré cómo luzco en el espejo del otro cuarto; seguro que es un espejo que no distorsiona la imagen».

Recorrió los pocos metros que le separaban del cuarto contiguo, ubicándose frente al espejo del clóset, con la certeza de que su imagen ahora sí sería la verdadera, y no la morisqueta que mostraba el anterior espejo. Hizo un gesto mohíno y de decepción al verse.

«No, luce igual de arrugado y fláccido que en el otro espejo… ¡qué contrariedad!, pero… ¿será posible que…? ¡¿Cómo es posible que ambos espejos sean chinos?!  Eso fue mi esposa, ¡seguro!... y claro, todo lo que era de oferta no lo perdonaba, y ahora el problema es que no hay un solo espejo que valga la pena en esta condenada casa, donde uno no aparezca distorsionado, porque mi cuello siempre ha sido de talla 16 desde que yo tenía treinta años, y yo no recuerdo haberlo visto nunca ni arrugado ni flaco, porque me habría dado cuenta inmediatamente… y no es que me esté poniendo viejo porque recién cumplí 65 años y ahora es cuando me queda vida por delante. Además, todo el mundo me lo dice: “Estás igualito, Ricardo”. “¿Qué comes para lucir tan fresco?”. “Oye ¿hiciste pacto con el diablo?”, y no como algunos de mis amigos, que sí, los años pareciera no que los acumularon poco a poco como es mi caso sino que estos los atropellaron a 200 km/hora, y ahora lucen viejos y arrugados como pañuelo de viuda en velorio; esos sí que están arrugados, ¡yo no!, porque me lo habrían dicho o me habría dado cuenta… pero mejor si tuviera un espejo que no fuese chino…

«Y ni qué decir de mis amigas de la infancia y de la universidad, ¡ay!, si no fuese por los tintes, el maquillaje, el refrescamiento facial, la liposucción y las tetas de silicón lucirían como unas bisabuelas neardentales. No hay sino que verles las manos y el cuello para comprobar que de nada sirven tantas tácticas disuasorias, ni la cosmecéutica, ni nada. Esos cuellos sí que tienen arrugas, al igual que los de mis amigos que no sé por qué nadie les ha dicho lo ridículo que se ven poniéndose corbatas con las mismas camisas que usaban antes cuando eran más jóvenes y tenían más peso pero que ahora les quedan grandotas, como si fuesen camisas prestadas y donde parece que usan ropa de un muerto que era dos tallas más grande que ellos. Esos amigos sí que lucen mal con esos cuellos de camisa que les quedan bailando, dando risa con las corbatas… aunque también me dan lástima… Menos mal que yo sigo en talla 16 desde que tenía treinta años. 

«Sí, tiene que ser que estos espejos son chinos».

         Caracas, marzo 2011

 

Comentarios

  1. Gracias, doctor Bustillos, por leerlo y por tu comentario. Ha sido placentero haberte entretenido un rato.

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    1. Gracias. Sí, es un cuento, sin lugar a dudas ji, ji, ji

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    1. Gracias, Sirel, qué bueno que te gustó. Un abrazo, y ojalá que yo pueda seguir escribiendo cuentos que agraden a ti y a otros. No siempre se logra.

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  4. Me encantó y si nos tienen rodeados esos chinos ahora es que voy a revisar mi espejo no vaya ser que sea chino también y no me di cuenta 😃🥰 gracias Luis

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    1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    2. Gracias, Patricia. Y si al verte en el espejo observas que no se refleja lo que deseas, no le creas porque seguro que está defectuoso o es de mala calidad. Ji, ji, ji. Y me agradó leer tu comentario

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  5. Este cuento me invita a la reflexión: No estoy vieja,el espejo " chino" distorsiona mi juvenil imagen! Jajajaja. Gracias profe! Me quedo pensando en la falacia y contradicciòn de los discursos...

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    1. Gracias por tu amabiludad en leerlo y dedicar, además, tiempo adicional para comentarlo. Cuando puedas hablaremos de la falacia. Un abrazo, alumnita.

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  6. Excelente! los chinos son la nueva excusa de todo lo que pasa en este milenio.

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    1. Bueno, en este cuento supuestamente son responsables por los espejos defectuosos, aunque eran solo una excusa para que el personaje se sintiese bien, negando su realidad. Gracias por tu comentario.

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  7. ¡Jajajajaja! Me gustó mucho el sarcasmo en la narrativa. El monólogo del hombre siempre lo lleva al mismo punto; tratar de justificar lo injustificable.
    Felicidades

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    1. Gracias, Iris. Tal como ese personaje en el cuento, hay muchos que en la vida real se niegan a reconocer errores, faltas y el colmo: lo que está a la vista. Un cordial abrazo para el clan.

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